En el Museo del Louvre los últimos visitantes de la tarde abandonan las salas, que durante horas han estado concurridas por miles de personas, ávidas de contemplar el arte y los tesoros que encierra el Museo.
Las últimas luces envuelven la pirámide de vidrio y aluminio, que emerge en la plaza como un periscopio asomado a la noche parisina, vigilante de paseantes y turistas otoñales, ajena ya a antiguas polémicas de confrontación de estilos arquitectónicos.
El paso rápido de los viandantes se sincroniza con la cadencia de la lluvia. Algunos paraguas portados por rezagados a la salida del museo, protegen los últimos comentarios sobre las obras maestras contempladas.
Brota en el aire húmedo una nostalgia que parece mirar al nuevo día, anhelante de que ilusionados transeúntes sean aspirados por la boca de la pirámide, entre fragancias de ámbar, hacia espacios actuales y tiempos pretéritos.