Ayer mientras caminaba por mi barrio, vi cuatro bicicletas ancladas a un soporte, con espacio libre para otras más. Las han situado sobre la acera de una plaza, en la que luce una fuente decorativa en el centro.
Unos meses antes venía con frecuencia por este lugar, pues está en la ruta que hacía en coche, para ir a mi lejano trabajo, a más de cincuenta kilómetros de distancia.
Cuando descubrí esta novedad, me dije: «¡qué bien!, por fin nos han puesto un servicio de bicis de alquiler».
Así es, me informé en la web del Ayuntamiento acerca del hallazgo, en la que se indicaba, que para colaborar a las acciones de sostenibilidad y mejora del transporte urbano, el consistorio había acordado con una empresa, la disponibilidad pública de estos vehículos.
Por unos pocos euros al año y la emisión de una tarjeta específica, podrían utilizarse libremente por los ciudadanos.
«¡Ahora ya podré pasear en bici cualquier día!», pensé.
El siguiente paso fue averiguar dónde estaban los carriles para bicicletas de mi ciudad, a fin de garantizarme una circulación con mayor tranquilidad y seguridad.
Sé que hay algunos, pero alejados de mi domicilio. Aunque a mí los que me interesan son los próximos a mi pequeño apartamento. No pienso distanciarme mucho.
Comencé a indagar, buscar, pregunté a vecinos y conocidos, hice mis pesquisas y por fin los encontré, en una nueva urbanización cercana: «¡son muy bonitos!», aprecié en un primer momento.
De color verde, con una raya blanca discontinua pintada en el centro, y flechas de dirección, una en cada sentido. «El complemento ideal para disfrutar sobre las dos ruedas».
Pero descubrí que había un problema, no iba a poder utilizarlos debido a su escasa longitud. «Con lo que me apetecía andar en bici…»
Eran dos tramos diminutos, interrumpidos por una calle que los atravesaba, y ¡no medían cada uno de ellos ni diez metros de largo! Fue una gran decepción. No entendía cómo los habían hecho así, tan cortos: ¡por allí solo se podía circular durante cinco segundos, luego se acababa el carril bici!
Desilusionado, lo comenté con mi amigo Enrique, un domingo que coincidimos en la panadería. Obtuvo plaza de funcionario en el Ayuntamiento, y conoce muy bien los temas de infraestructuras, y sostenibilidad tanto urbana como rural.
Fue cuando me explicó, como él suele hacerlo, con palabras claras, directas y en su forma más vehemente:
—Pero vamos a ver amigo —me dijo— ¡ten una poca paciencia!, que el color verde de los carriles no es casual… o ¿no te has dado cuenta de que la tonalidad del color, es ‘verde lechuga’?
—No, no había caído, ¿qué tiene que ver? —contesté.
— ¡Pues piensa un poco!, igual que se hace con esa hortaliza, se ha realizado aquí: ¡estos carriles bici, los plantaron pequeñitos, al final del verano!, allá cuando los días empiezan a refrescar.
—Como puedes ver, apenas miden unos metros, pero no quedarán así.
— ¡Tienes que esperar, ten calma! Calculo que tardarán entre cincuenta o sesenta días, en crecer y conseguir un tamaño adecuado para que puedan transitarse.
— ¡Con esta temperatura brotarán bien, no te preocupes!, y se desplegarán, doscientos o trescientos metros, o dos kilómetros, quién sabe.
—Entonces sí, cuando se hayan desarrollado estas vías lo suficiente, corre, coge la bici de alquiler y ¡recréate como un hortelano ante su cosecha!
La explicación de mi amigo me sorprendió en principio, por lo inesperada. Luego me conmovió por su contenido ecológico, y de equilibrio entre recursos y entorno.
Enrique siempre me asombra por lo razonable, coherente y agudo que es. También en esta ocasión.
Pero no sé por qué motivo, sentí además un halo de leve desconcierto, que no duró más de un segundo. Quizá coincidió ese instante de perplejidad, con un sonido tenue, muy lejano, del timbre de una bicicleta: ‘tin tin tin tin ‘.
Pasaron los meses y la ansiada recolección fue excelente.
Ayer por fin, pude disfrutar circulando en bicicleta, por un radiante e inacabable carril ‘verde lechuga’, de varios kilómetros de longitud.
El aire frío de diciembre, me golpeaba en el rostro, pero no me disuadía de continuar pedaleando cada vez más rápido.
Al mismo tiempo, me divertía como un niño, sonando el timbre: ‘tin tin tin tin’, a cuantos peatones encontraba en mi veloz recorrido.
Entonces recordé, agradecido, las palabras de mi amigo y comprobé la exactitud de su pronóstico agrícola: podía divisar por todos lados, la esplendorosa cosecha de multitud de carriles para bicicletas, en los que no se veía su final.
De nuevo escuché el ruido acompasado, de una forma más nítida y cercana: ‘tin tin tin tin .’
Lejos de atenuarse continuó «in crescendo», molesto e inoportuno: ‘tin tin tin tin’ , ‘tin tin tin tin ‘.
Tras varios intentos fallidos debido al sopor, conseguí elevar el cuello y girarme con un movimiento de cansancio, y la vista aún perdida. Miré el reloj de la mesilla: ¡las 7:30!
“¡He vuelto a quedarme dormido! … ¡y los lunes tenemos reunión a las ocho!”, pensé contrariado, lanzando un profundo soplo de hastío.
“Llegaré tarde a la oficina de nuevo…”
“Principio de semana», pensé, «hoy me encuentro veinte kilómetros de retenciones de tráfico.”
«Con tantos retrasos, Enrique -mi jefe- el más estricto de la Empresa, terminará despidiéndome.»
Seguía con mis pensamientos, todavía ingrávidos y ofuscados: “Tengo que comprar otro despertador. Hoy tampoco ha sonado. Ya son demasiadas veces.”
Pasados unos momentos de indecisión, me incorporé, y dirigí somnoliento a trompicones, hacia el cuarto de baño.
Antes, me detuve en la cocina para pulsar, irritado, el botón de alarma de descongelación del frigorífico. Y encajar a continuación la puerta entreabierta, por la que emergían e «intentaban escapar unas hojas de lechuga…»
“¡Al fin enmudeció el desagradable: ‘tin tin tin tin’!”
Segundos después, apresurado, e imaginando como en un sueño carriles kilométricos despejados, giré con determinación el mando de la ducha.